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.La cercan�a del arroyo de Leganitos y el r�oManzanares refrescaban mucho.La capa que me cubr�a el cuerpo  y de paso mi dagaterciada a los ri�ones y la espada corta de Juanes que llevaba al cinto no bastaba paratenerme templado; pero tampoco quer�a moverme por no llamar la atención de algunaronda, curioso o maleante de los que a tales horas se buscaban la vida en parajes solitarioscomo aqu�l.De modo que segu�a all�, confundido pon las sombras de la tapia, junto alportillo del pasadizo qu�, discurriendo entre el convento de la Encarnación, la plaza de laPriora y el picadero, comunicaba el ala norte el Alc�zar Real con las afueras de la ciudad.Esperando.Meditaba, repito, sobre los amores dif�ciles; que como dije son todos, o as� me loparec�an entonces.Pensaba en el extra�o designio de las mujeres, capaces de cautivar a loshombres y llevarlos hasta extremos donde van al parche del tambor, como dados, lahacienda, la honra, la libertad y la vida.Yo mismo, que no era un mozo lerdo, estaba all� enplena noche, cargado de hierro como un matamoros de la Heria, expuesto a un mal lance ysin saber qu� diablos pretend�a de m� el diablo, sólo porque una moza de ojos claros ycabellos rubios me hab�a enviado dos l�neas escuetas y garabateadas a toda prisa: Si sois lobastante hidalgo para escoltar a una dama, etc�tera.Eran buenas para lo suyo, todas ellas.Yhasta las m�s est�pidas sal�an capaces de aplicar el arte sin darse cuenta.Ning�n astutohombre de leyes, ning�n memorialista, ning�n pretendiente en Corte lo habr�a hecho mejoren materia de apelar a la bolsa, la vanidad, la hidalgu�a o la estupidez de los hombres.Armas de mujer.Sabio, vivido, l�cido, don Francisco de Quevedo llenaba hojas y hojas deversos sobre eso: Y eres as�a la espada parecida,que matas m�s desnuda que vestida.La campana de la Encarnación dio las �nimas, y al instante se le sumó, como un eco, elmismo toque procedente de San Agust�n, cuyo chapitel se adivinaba recortado por la medialuna entre las sombras de los tejados cercanos.Me persign�, y todav�a sin extinguirse la�ltima campanada o� chirriar el portillo del pasadizo.Contuve el aliento.Luego, con muchacautela, desembarac� de la capa el pu�o de la espada, por si acaso, y volvi�ndome hacia elruido tuve tiempo de ver la luz de una linterna que, antes de retirarse, iluminó desde dentrouna silueta que sal�a con presteza, cerrando el portillo tras de s�.Aquello me desconcertó,pues la forma entrevista era de hombre, mozo, �gil, sin capa, vestido de negro y con elinconfundible relucir de un pu�al en el cinto.No era lo que yo esperaba, ni de lejos.As�que hice lo �nico sensato que pod�a hacer a esas horas y en aquel sitio: ligero como unaardilla, met� mano a mi blanca y le apoy� la punta al reci�n llegado en el pecho  Si dais unpaso m�s  susurr� , os clavo en la puerta.Entonces o� re�r a Ang�lica de Alqu�zar. IV.LA CALLE DE LOS PELIGROS Ya estamos cerca dijo ella.Camin�bamos sin luz, gui�ndonos por la claridad lunar que recortaba sombras detejados en el camino y proyectaba nuestras siluetas en el suelo sin empedrar, surcado dearroyuelos de fregaza e inmundicias.Habl�bamos en susurros y nuestros pasos resonabanen las calles desiertas. �Cerca de dónde?  pregunt�. Cerca.Hab�amos dejado atr�s el convento de la Encarnación y desemboc�bamos en laplazuela de Santo Domingo, presidida por la siniestra mole oscura del convento de losfrailes del Santo Oficio.No hab�a nadie junto a la fuente vieja, y los peque�os puestos defrutas y verduras estaban cerrados.Un farol medio apagado, puesto sobre una Virgen,se�alaba a lo lejos la esquina de la calle de San Bernardo. �Conoc�is la taberna del Perro?  inquirió Ang�lica.Me detuve, y tras unos pasos ella se detuvo tambi�n.La luna me permit�a ver su trajede hombre, el jubón ajustado que no traicionaba formas de jovencita, el cabello rubiorecogido bajo una gorra de fieltro.El destello met�lico del pu�al en su cintura [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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